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2 Domingo de Cuaresma La Transfiguración

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La Transfiguración de Jesús

La Transfiguración de Jesús es un icono de la contemplación. Para ser parte de este cuerpo de almas contemplativas, tenemos que subir a la montaña del Tabor. No hay mucha gente que esté dispuesta a subir por el camino del sacrifico y la docilidad a la voluntad de Dios. Hace falta dejar muchas cosas detrás y viajar muy ligero. La mayoría de nosotros cargamos demasiado equipaje, y estamos constantemente atascados, doblados por su peso considerable. Nuestra lucha es dejar las cosas detrás, abandonar lo que no nos ayuda a acercarnos a Dios. Una vez se llega a la cima, se ven las cosas diferentes. Un panorama maravilloso. Se puede ver a Cristo en su gloria. Contemplar es un don de Dios y si no rezamos, Jesús no nos mostrará su divinidad.

Los tres apóstoles favoritos se durmieron. Estaban cansados después de la subida. También se dormirán en la agonía de Getsemaní. La aparición de Jesús en su gloria los despertó. Por unos instantes se levantó el velo que escondía su divinidad y les mostró como realmente era. Él es siempre así. Cuando decimos que el sol se pone hablamos en un sentido figurado. Somos nosotros los que nos movemos. Si el sol estuviera siempre en lo alto, nos moriríamos de calor. Lo mismo ocurre con la divinidad del Maestro. Jesús no quiere cauterizar nuestros ojos. Sino tendríamos que velar nuestra faz, como Moisés después de hablar con Dios. Los Israelitas no podían mirarlo sin cegarse.

Los tres apóstoles nunca olvidaron esa visión. Fue algo místico, glorioso. Hablando con la gente, es común que me cuenten experiencias sobrenaturales, momentos en los que Dios se muestra de una manera especial, aunque normalmente tiende a ocultar su faz. Hay gente que siempre están buscando milagros. No nos hacen falta. Tenemos suficientes pruebas de la existencia de Dios. Si Dios nos mostrara su cara, perderíamos nuestra libertad.

La experiencia está llena de luz, blancura y pureza. El color blanco expulsa todos los colores; el color negro los contiene todos. Necesitamos expulsar todas nuestras impurezas. Así es como nuestra alma debería mostrarse, pura y limpia, blanca y transparente, para poder ver a Dios. Un pintor estaba buscando un modelo para pintar a la Virgen. Por fin encontró una joven bien bella. Esta le dijo que vendría al día siguiente, después de confesarse. Necesitamos limpiar el alma, muchas veces, para llegar a esa blancura. Un amigo mío tenía una máquina de pulir piedras. Tardaba una semana en molerlas con arena de playa, para pulirlas completamente. El cambio era asombroso: de unas piedras de rio, grises y sin color, se tornaban brillantes, como piedras preciosas de colores deslumbrantes.

Simón Pedro no pudo contenerse y declaró: “Que bien estamos aquí.” Quería parar el tiempo y quedarse allí para siempre. También a nosotros nos gustaría permanecer allí, pero debemos que esperar hasta llegar a la eternidad. Tenemos que subir hacia arriba para encontrarnos con Dios y bajar luego para traerlo a los demás. Tenemos que subir y bajar todo el tiempo. No podemos quedarnos allí. Subimos con la oración. Una vez estamos llenos de Dios, podemos bajar. No podemos parar el tiempo. Pedro, no puedes quedarte ahí. Hay que comenzar y comenzar cada día. Una vez paramos de subir, comenzamos a caer hacia abajo. Nuestro amor de Dios tiene que ser renovado cada día.

josephpich@gmail.com

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La Transfiguración de Jesús

La Transfiguración de Jesús es un icono de la contemplación. Para ser parte de este cuerpo de almas contemplativas, tenemos que subir a la montaña del Tabor. No hay mucha gente que esté dispuesta a subir por el camino del sacrifico y la docilidad a la voluntad de Dios. Hace falta dejar muchas cosas detrás y viajar muy ligero. La mayoría de nosotros cargamos demasiado equipaje, y estamos constantemente atascados, doblados por su peso considerable. Nuestra lucha es dejar las cosas detrás, abandonar lo que no nos ayuda a acercarnos a Dios. Una vez se llega a la cima, se ven las cosas diferentes. Un panorama maravilloso. Se puede ver a Cristo en su gloria. Contemplar es un don de Dios y si no rezamos, Jesús no nos mostrará su divinidad.

Los tres apóstoles favoritos se durmieron. Estaban cansados después de la subida. También se dormirán en la agonía de Getsemaní. La aparición de Jesús en su gloria los despertó. Por unos instantes se levantó el velo que escondía su divinidad y les mostró como realmente era. Él es siempre así. Cuando decimos que el sol se pone hablamos en un sentido figurado. Somos nosotros los que nos movemos. Si el sol estuviera siempre en lo alto, nos moriríamos de calor. Lo mismo ocurre con la divinidad del Maestro. Jesús no quiere cauterizar nuestros ojos. Sino tendríamos que velar nuestra faz, como Moisés después de hablar con Dios. Los Israelitas no podían mirarlo sin cegarse.

Los tres apóstoles nunca olvidaron esa visión. Fue algo místico, glorioso. Hablando con la gente, es común que me cuenten experiencias sobrenaturales, momentos en los que Dios se muestra de una manera especial, aunque normalmente tiende a ocultar su faz. Hay gente que siempre están buscando milagros. No nos hacen falta. Tenemos suficientes pruebas de la existencia de Dios. Si Dios nos mostrara su cara, perderíamos nuestra libertad.

La experiencia está llena de luz, blancura y pureza. El color blanco expulsa todos los colores; el color negro los contiene todos. Necesitamos expulsar todas nuestras impurezas. Así es como nuestra alma debería mostrarse, pura y limpia, blanca y transparente, para poder ver a Dios. Un pintor estaba buscando un modelo para pintar a la Virgen. Por fin encontró una joven bien bella. Esta le dijo que vendría al día siguiente, después de confesarse. Necesitamos limpiar el alma, muchas veces, para llegar a esa blancura. Un amigo mío tenía una máquina de pulir piedras. Tardaba una semana en molerlas con arena de playa, para pulirlas completamente. El cambio era asombroso: de unas piedras de rio, grises y sin color, se tornaban brillantes, como piedras preciosas de colores deslumbrantes.

Simón Pedro no pudo contenerse y declaró: “Que bien estamos aquí.” Quería parar el tiempo y quedarse allí para siempre. También a nosotros nos gustaría permanecer allí, pero debemos que esperar hasta llegar a la eternidad. Tenemos que subir hacia arriba para encontrarnos con Dios y bajar luego para traerlo a los demás. Tenemos que subir y bajar todo el tiempo. No podemos quedarnos allí. Subimos con la oración. Una vez estamos llenos de Dios, podemos bajar. No podemos parar el tiempo. Pedro, no puedes quedarte ahí. Hay que comenzar y comenzar cada día. Una vez paramos de subir, comenzamos a caer hacia abajo. Nuestro amor de Dios tiene que ser renovado cada día.

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