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#152 Burbujas (I) - Fraudes, confianza y países imaginarios

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(NOTAS Y ENLACES DEL CAPÍTULO AQUÍ: https://www.jaimerodriguezdesantiago.com/kaizen/152-burbujas-i-fraudes-confianza-y-paises-imaginarios/)

Hace mucho tiempo, allá por el capítulo 52 de kaizen, hablamos de la irracionalidad. Lo hicimos en el contexto de la pandemia y de las distintas fases en la respuesta a la misma. Hoy vamos a volver al tema, al de la irracionalidad, pero sin pandemia esta vez. Y lo vamos a hacer para hablar de otra maravillosa manifestación de nuestra irracionalidad colectiva: las burbujas, a las que vamos a dedicar dos capítulos. Aunque antes, eso sí, vamos a empezar con una de las mejores historias que he escuchado en mucho tiempo.

Su protagonista es alguien de quien lo más normal es que no hayas oído hablar nunca: un tipo llamado Gregor MacGregor. No, no es el macarra ése de las artes marciales mixtas. Aunque lo mismo fue su tataratatara-abuelo o algo así. A diferencia de él, nuestro MacGregor era escocés y vivió en el siglo XIX. Entró en la armada británica con sólo 16 años, la edad más joven a la que se permitía por entonces, y ascendió rápido. Apenas un año después era ya teniente, algo que habitualmente se tardaba unos tres años en conseguir. Y poco después se casó con la hija de un almirante, que tenía una importante fortuna, y que era además pariente de dos generales y de un miembro del parlamento británico.

Apenas un par de meses después de casarse, MacGregor volvió a Gibraltar, donde estaba destinado, y compró el rango de capitán. Por aquella época se podía pagar y evitarte los 7 años que habitualmente costaba alcanzarlo por méritos. Como tal vez hayas empezado a intuir, nuestro amigo escocés tenía una especie de obsesión por los rangos y las medallas, y por tomar atajos en la vida en general, algo que le hizo muy poco popular entre los soldados. De hecho, tras luchar contra los franceses en Gibraltar y en Portugal, tuvo un enfrentamiento con un superior que hizo que le invitaran amablemente a dejar el ejército. Quiso la casualidad que, ya sin él, su batallón tuviera una participación muy destacada contra los franceses y se ganara una enorme reputación. Reputación que el propio MacGregor decidió aprovechar de vuelta en Inglaterra. Se paseaba por Edimburgo haciéndose llamar Coronel o Sir y lo hacía en los carruajes más llamativos que podía; pero allí le conocía todo el mundo y la cosa no colaba mucho. Así que se mudó con su familia a Londres donde con estas mentiras consiguió ganar cierto status.

Sin embargo, para su desgracia y especialmente la de su mujer ambos perdieron algo en 1811: ella la vida y él su principal fuente de ingresos y de influencias, que era ella. Y justo cuando parecía que los sueños de grandeza de MacGregor se esfumaban definitivamente, la casualidad volvió a ponerse de su lado y quiso que conociera en Londres a Francisco de Miranda, un general revolucionario venezolano, que luchó en mil batallas. Participó en la independencia de Estados Unidos, la Revolución Francesa y en la independencia de la propia Venezuela. Viendo como el tal Miranda era recibido con todos los honores y halagos, MacGregor tuvo una idea: se iría a América a combatir y ganar fama.

Así es como nuestro protagonista llegó a Venezuela, como llegaba a todas partes: presumiendo de cosas. Contó que conocía a Miranda, se hizo pasar por Sir y exageró sus logros militares en Portugal. Todo ello le valió el cargo de coronel y que el gobierno Venezolano pusiera un batallón a su mando. Estuvo cuatro años peleando contra los españoles y al parecer se ganó una fama por fin merecida. Sin embargo, sus últimas misiones no salieron tan bien y en 1820 acabó llegando con un puñado de mercenarios a la Costa de Mosquitos, unas tierras entre Nicaragua y Honduras que, como su nombre insinúa, no eran especialmente acogedoras. De hecho, en el siglo XVIII se habían ido de allí la mayoría de los colonos europeos debido a la insalubridad de la zona y su escaso valor económico. Para cuando llegó MacGregor únicamente quedaban unos pocos nativos. Y aquí es en realidad cuando empieza la verdadera historia de Gregor MacGregor y la de un país que nunca existió. Bienvenidos a Poyais.

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Hace mucho tiempo, allá por el capítulo 52 de kaizen, hablamos de la irracionalidad. Lo hicimos en el contexto de la pandemia y de las distintas fases en la respuesta a la misma. Hoy vamos a volver al tema, al de la irracionalidad, pero sin pandemia esta vez. Y lo vamos a hacer para hablar de otra maravillosa manifestación de nuestra irracionalidad colectiva: las burbujas, a las que vamos a dedicar dos capítulos. Aunque antes, eso sí, vamos a empezar con una de las mejores historias que he escuchado en mucho tiempo.

Su protagonista es alguien de quien lo más normal es que no hayas oído hablar nunca: un tipo llamado Gregor MacGregor. No, no es el macarra ése de las artes marciales mixtas. Aunque lo mismo fue su tataratatara-abuelo o algo así. A diferencia de él, nuestro MacGregor era escocés y vivió en el siglo XIX. Entró en la armada británica con sólo 16 años, la edad más joven a la que se permitía por entonces, y ascendió rápido. Apenas un año después era ya teniente, algo que habitualmente se tardaba unos tres años en conseguir. Y poco después se casó con la hija de un almirante, que tenía una importante fortuna, y que era además pariente de dos generales y de un miembro del parlamento británico.

Apenas un par de meses después de casarse, MacGregor volvió a Gibraltar, donde estaba destinado, y compró el rango de capitán. Por aquella época se podía pagar y evitarte los 7 años que habitualmente costaba alcanzarlo por méritos. Como tal vez hayas empezado a intuir, nuestro amigo escocés tenía una especie de obsesión por los rangos y las medallas, y por tomar atajos en la vida en general, algo que le hizo muy poco popular entre los soldados. De hecho, tras luchar contra los franceses en Gibraltar y en Portugal, tuvo un enfrentamiento con un superior que hizo que le invitaran amablemente a dejar el ejército. Quiso la casualidad que, ya sin él, su batallón tuviera una participación muy destacada contra los franceses y se ganara una enorme reputación. Reputación que el propio MacGregor decidió aprovechar de vuelta en Inglaterra. Se paseaba por Edimburgo haciéndose llamar Coronel o Sir y lo hacía en los carruajes más llamativos que podía; pero allí le conocía todo el mundo y la cosa no colaba mucho. Así que se mudó con su familia a Londres donde con estas mentiras consiguió ganar cierto status.

Sin embargo, para su desgracia y especialmente la de su mujer ambos perdieron algo en 1811: ella la vida y él su principal fuente de ingresos y de influencias, que era ella. Y justo cuando parecía que los sueños de grandeza de MacGregor se esfumaban definitivamente, la casualidad volvió a ponerse de su lado y quiso que conociera en Londres a Francisco de Miranda, un general revolucionario venezolano, que luchó en mil batallas. Participó en la independencia de Estados Unidos, la Revolución Francesa y en la independencia de la propia Venezuela. Viendo como el tal Miranda era recibido con todos los honores y halagos, MacGregor tuvo una idea: se iría a América a combatir y ganar fama.

Así es como nuestro protagonista llegó a Venezuela, como llegaba a todas partes: presumiendo de cosas. Contó que conocía a Miranda, se hizo pasar por Sir y exageró sus logros militares en Portugal. Todo ello le valió el cargo de coronel y que el gobierno Venezolano pusiera un batallón a su mando. Estuvo cuatro años peleando contra los españoles y al parecer se ganó una fama por fin merecida. Sin embargo, sus últimas misiones no salieron tan bien y en 1820 acabó llegando con un puñado de mercenarios a la Costa de Mosquitos, unas tierras entre Nicaragua y Honduras que, como su nombre insinúa, no eran especialmente acogedoras. De hecho, en el siglo XVIII se habían ido de allí la mayoría de los colonos europeos debido a la insalubridad de la zona y su escaso valor económico. Para cuando llegó MacGregor únicamente quedaban unos pocos nativos. Y aquí es en realidad cuando empieza la verdadera historia de Gregor MacGregor y la de un país que nunca existió. Bienvenidos a Poyais.

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